lunes, 9 de mayo de 2016

Así escribe Rosa Beltrán

¿Por qué sufrimos tanto? A veces me lo pregunto. Y encuentro la respuesta en una obra a la que suelo acudir. Para la Odisea, el fin de las penalidades humanas es convertirse en libro. Es un pensamiento consolador, aunque falso. Sobre todo, para quienes no escriben. Que son la mayoría. ¿Cuál es el sentido de sus penas, además de estar condenados a llevarlas a cuestas? Para desahogarlas un poco, yo escribo. Aunque no estoy segura de que sea por esa razón. Simplemente lo hago. Tengo un ritual. Tengo muchos, en realidad.


El ceremonial determina la obra. Me gustaría que no fuera así pero no hay mucho que se pueda hacer. Por algo una manía es una manía. Sin contar, desde luego, la de echar un vistazo en las manías de otros. Que según he podido constatar, son de tres tipos. Las mías, que dependen del momento en que esté, se sitúan en algún anaquel de esa tríada. En primer lugar está el mundo de los demasiado limpios. Segundo: los rituales opuestos, de lo bajo y lo sucio. Cioran en un cuarto por días enteros, aislado de la humanidad y del sueño. Tercero: los actos absurdos como escribir sólo de pie y sólo con lápices del dos afilados por uno mismo; hacerlo sólo después de desayunar filete en salsa Wellington ¡a media noche!  Las manías son propias, son impredecibles y lo más importante: son secretas. Lo único que sé de ellas, es que harán su aparición en cuanto me disponga a poner por escrito alguna idea. Por eso, no tengo más remedio que entregarme con mansedumbre a las que me visiten hoy, como un cordero, y observar al final de lo escrito, con pasmo: estoy soy yo, de esto estoy hecha, cuando menos, por este día.


De más está decir que me gustaría escribir El Aleph, La montaña mágica, Álbum de familia, Metamorfosis o Madame Bovary. Nótese que dije “me gustaría escribir” y no “me gustaría haber escrito”. Porque albergo la esperanza de hacerlo, por eso me aplico. Sé que estoy a tiempo de escribir la próxima obra de Homero, de Cioran, de Carson Mc Cullers. 

Aquí está el documento completo de cómo habla la autora sobre sí misma, sobre cómo escribe.

Reseñas "Efectos Secundarios"

Mayra Santos-Febres dice en la reseña que hace a la novela: Lo que resulta sorprendente en la novela es que Rosa Beltrán haya podido cazar el mundo “de la fantasía”  con la cruda realidad de la violencia transpolítica.  Y lo doblemente asombroso es que “Efectos secundarios” se adentre en la cosmología íntima de un momento histórico manteniendo un tenue balance entre el ying y el yang, lo masculino y lo femenino, la metaliteratura y la literatura como crónica. Pero eso ya se lo había enseñado su maestra Virginia Woolf y también su maestro Jun Rulfo. Ver el mundo como mujer no es lo mismo que vivirlo como hombre.  Tampoco es lo mismo ver el mundo como vivo, que verlo como muerto. Cambiar de sexo (o de estado de existencia) a su antojo podría ser un arma reveladora de realidades. Pero como el “yo lector” pretende ser “asexual” y “atemporal”- lo mismo hombre que mujer y en un estdo alterado de existencia- suponen los  críticos literarios- Rosa Beltrán escoge a ese personaje “lector” como el punto cero desde el que parte para poner en marcha las transformaciones de su novela.

Mónica Lavín de su reseña de Efectos secundarios destacamos: ¿Es la ficción una manera de leer la realidad o es la realidad una manera de la ficción que leemos aunque no nos lo propongamos? Aquel mundo que nos rebasa porque se escribe sin que se escriba o porque siempre se está escribiendo así como siempre se está leyendo más allá de los bordes del impreso o la pantalla, es la paradoja donde Rosa concentra su original mirada, su reflexión profunda acerca de nuestro presente.  





Nicolás Alvaradoa titula la reseña como "Rosa Beltrán está borracha", destacamos el segundo párrafo de esta opinión de Nicolás: El vértigo pronto se acentuó. Porque, mientras el narrador de Beltrán se embarca en un sutil elogio de la lectura -y una acerada denuncia de la frivolidad literaria-, no deja de escuchar, en sordina, los ecos de la guerra que azotan a su ciudad. La situación se volvió lacerante: allí estábamos, en la presentación de un libro sobre presentaciones de libros, a solo unos metros del lugar donde días atrás fueron encontrados 26 cuerpos sin cabezas. A mis ojos, Efectos secundarios se convirtió en la mejor metáfora de esta feria: una ácida diatriba contra la frivolidad de la violencia.

Ana García Bergua dice de Rosa Beltrán que es una narradora que entre muchas otras cosas se pregunta en qué consiste la llamada felicidad. Su acercamiento a los libros de autoayuda es parte de este abordaje, entre humorístico y melancólico, de la insatisfacción. Siento que en este libro da un salto hacia una literatura más audaz, permeada por nuestra época incierta y a la vez cuestionadora de la identidad: ¿seremos lo que (no) leemos? Un libro al que la realidad puso en escena de manera tan ostentosa y brutal en la Feria de Guadalajara, debe ser un gran libro.

Entrevistas a Rosa Beltrán



Cuando entrevistan a Rosa Beltrán para la Revista Universidad de México muchas de las preguntas que hay en las seis hojas dedicada a ella, son tal que así: ¿Qué papel juega la amistad en la novela? ¿Es posible la amistad entre un hombre y una mujer? ¿Qué es el amor?





[...]













ÍNDICE


I. Autora: Rosa Beltrán
- Biografía

- Obras

II. Entrevistas a la autora.

III. Efectos secundarios
- Sinopsis
- Ambigüedad
- Diversidad
- Violencia
- Mentira
- Angustia 
- Deshumanización
- Disfrace
- Cambiamiento
- Género
- Portadas

IV. Crítica de la obra
V. Opinión personal

Otras obras de la autora








Rosa Beltrán: biografía



Es licenciada en Literatura Hispánica por la UNAM y doctora en Literatura Comparada por la Universidad de California, Los Ángeles. Es autora de las novelas La corte de los ilusos (Premio Planeta 1995), El paraíso que fuimos, (2002) y Alta infidelidad (2006), así como de los volúmenes de cuentos Optimistas (2006), Amores que matan (1996) y La espera (1986). Una versión ampliada de sus cuentos Amores que matan apareció en 2005. Su libro de ensayos América sin americanismos (1997) le valió el prestigioso Florence Fishbaum Award, y en 1994 recibió un reconocimiento de la American Association of University Women por sus ensayos sobre escritoras del siglo XX. 

Su obra ha sido traducida al inglés, italiano, francés, alemán y holandés, y sus cuentos aparecen en antologías publicadas en España, Italia, Holanda, Canadá, Estados Unidos y México.

Ha sido profesora en UCLA, Universidad Hebrea de Jerusalén, Universidad de Ramón Llull de Barcelona, Universidad de Colorado, y actualmente en el posgrado en Literatura Comparada en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Fue subdirectora de La Jornada Semanal y miembro del Sistema Nacional de Creadores. Es Directora de Literatura de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM y colabora quincenalmente en suplemento cultural Laberinto del diario Milenio.

El 28 de enero de 2016, leyó su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua como miembro de número. Para saber más acerca de la Academia de México, acudir aquí

sábado, 30 de abril de 2016

El estilo de Rosa Beltrán



Si, como hemos dicho en la entrada anterior, el estilo de Rosa Beltrán no se puede caracterizar por ser mujer, entonces ¿por qué se caracteriza?

Sin duda alguna, lo primero que destaca de su obra es la influencia que ejercen sus estudios de literatura (estudió literatura hispánica en México y literatura comparada en Estados Unidos). Efectos secundarios es una cita continua a las obras de Franz Kafka, Virginia Woolf y Oscar Wilde, entre otros.

Toda la vida de la autora tiene influencia en sus escritos, pero esto no es seguramente un trato característico de ella, sino de todo escritor, contemporáneo o pasado, hombre o mujer, hetero o homosexual, europeo, amerindio, asiático o africano: la escritura es siempre un trabajo de ordenación de todas las experiencias vividas y esto no sufre ninguna influencia por el hecho de ser hombre o mujer. Por mucho que un escritor intente realizar una obra objetiva, la escritura sigue siendo un proceso creativo de desahogo personal.

A seguir dejamos lo que dice Rosa Beltrán acerca de su poética:

¿Por qué sufrimos tanto? A veces me lo pregunto. Y encuentro la respuesta en una obra a la que suelo acudir. Para la Odisea, el fin de las penalidades humanas es convertirse en libro. Es un pensamiento consolador, aunque falso. Sobre todo, para quienes no escriben. Que son la mayoría. ¿Cuál es el sentido de sus penas, además de estar condenados a llevarlas a cuestas? Para desahogarlas un poco, yo escribo. Aunque no estoy segura de que sea por esa razón. Simplemente lo hago. Tengo un ritual. Tengo muchos, en realidad. Pensar que la ceremonia que precede al acto de escribir sea un hecho dilatorio es injusto. Que sea un acto maniaco en cambio lo acepto. Estoy llena de manías. Esa es mi mayor penalidad. Mejor dicho: es mi esencia. Mis manías soy yo. Mi escritura en cambio pertenece al azar. Y a leyes insospechadas: a otros. En la era de las identidades mutables, mis manías se ven obligadas a transmutar. Y a permanecer ocultas, habitando esa vida paralela que no muestro. Gracias a ellas, puedo ser una persona convencional. Una mujer de tantas, diríamos. Toda mi excentricidad se la dejo a ese acto propiciatorio que es muchos preámbulos, todos distintos y tendientes a un fin común. Ahí es donde se realiza lo que soy o lo que querría ser o lo que a veces me veo obligada a ser, aunque no quiera. No es algo que pueda definir de una vez. Porque cambia, como un virus mutante, todo el tiempo. Pongo un ejemplo. Aunque ¿tiene algún sentido ponerlo? La sola muestra no es más que una ilustración momentánea: ya he dicho que la esencia del ritual es ser impredecible y cambiante, aunque sin él no haya posibilidad de poner negro sobre blanco. Algo hay que aclarar, eso sí. El ceremonial determina la obra. Me gustaría que no fuera así pero no hay mucho que se pueda hacer. Por algo una manía es una manía. Sin contar, desde luego, la de echar un vistazo en las manías de otros. Que según he podido constatar, son de tres tipos. Las mías, que dependen del momento en que esté, se sitúan en algún anaquel de esa tríada. En primer lugar está el mundo de los demasiado limpios. Thomas Mann en su estudio se enjuaga las manos en agua de violetas, continuamente. Borges medita en la bañera para decidir si lo que ha soñado le servirá o no para una historia o un poema. En ambos autores se ve reflejado este “higienismo”. Impecable, intachable, son adjetivos que la crítica suele usar cuando los cita. Segundo: los rituales opuestos, de lo bajo y lo sucio. Cioran en un cuarto por días enteros, aislado de la humanidad y del sueño o Clarice Lispector rodeada de gatos en medio de un caos doméstico. Tercero: los actos absurdos como escribir sólo de pie y sólo con lápices del dos afilados por uno mismo; hacerlo sólo después de desayunar filete en salsa Wellington ¡a media noche! (como observó Ibargüengoitia de alguien más); pretextar un viaje para escribir sólo en un avión, etcétera. A este rubro pertenecen, a mi juicio, quienes escriben “sólo de mañana” o “sólo tres horas diarias” o “sólo después de dar un paseo, por la colonia Escandón, de noche”. De más está decir que me gustaría escribir El Aleph, La montaña mágica, Álbum de familia, Metamorfosis o Madame Bovary. Nótese que dije “me gustaría escribir” y no “me gustaría haber escrito”. Porque albergo la esperanza de hacerlo, por eso me aplico. Sé que estoy a tiempo de escribir la próxima obra de Homero, de Cioran, de Carson Mc Cullers. No ignoro que el hecho de ponerme albornoz, enjuagarme con agua de violetas o escribir junto al gato no me garantiza llevar a cabo mi propósito. Es decir, sé que haber rastreado el ritual no implica que pueda imitarlo siquiera. Las manías son propias, son impredecibles y lo más importante: son secretas.

¿Una punta de misandria?



Como no se puede saber todo o entender todo, queda oscura una parte del diálogo entre Orlando (o la autora, como ya hemos dicho no se sabe muy bien) y la madre:

¿Qué es exactamente lo que quieres saber? Quiero saber qué piensas de los hombres, me dijo. Di un sorbo, asenté la taza y le respondí, sin pensarlo mucho: Pues mira, los de la vida real me aburren.  Me parecen de mentiras. Son como muñecos programados. Empiezan por pedir que vayas a donde ellos quieren, que te dejes tocar, apretar, abrazar. Que les digas que hacen lo que hacen divinamente, cosa que sólo servirá para que te pidan que hagas lo mismo pero más tiempo y mejor, y ya que has empezado a hacerlo, que sigas haciéndolo, que no pares, que lo hagas para siempre y por toda la eternidad y les asegures que nunca ha habido nadie que te haga sentir un placer tan grande como el placer de hacerles lo que les estás haciendo… Me di cuenta de la velocidad que había adquirido, y de que, impulsada por el propio relato, ya no me quedaba más remedio que seguir. Y mientras son acariciados y sonríen y se imaginan que te protegen de quién sabe qué, dije, tú pensarás que sería bueno   que alguien, alguna vez, te hiciera algo parecido a lo que   tú estás haciendo. Pero esto no es lo peor. Lo grave, lo verdaderamente grave es que quitan tiempo. Un tiempo precioso, que podría ocuparse en algo más que complacerlos, cualquier cosa… Leer, por ejemplo. Porque al paso de los años te das cuenta de que no hay peor inversión que estar instalada en una circunstancia exterior, que te impida ser tú, vivir y experimentar fuera de esa historia que no tiene remedio.

Principalmente se lee una profunda misandria en estas líneas, y esto sorprende mucho si se piensa en toda la denuncia de Rosa Beltrán sobre la situación de la mujer en México. Es cierto, la rabia por la situación en la que se encuentra tu categoría es evidentemente mucha, pero esto no justifica caer en la estereotipización del hombre.

Más cosas que cabe preguntarse es si estos estereotipos pueden o no sugerir alguna característica de la escritura de Rosa Beltrán como mujer. Personalmente, creo que no: o bien, no creo que sea posible notar un estilo literario desde este fragmento, por una serie de razones:

1) Porque toda la poética de Rosa Beltrán está encentrada en la eliminación de un narrador (o sea de un punto de vista, o sea de un autor) caracterizado por su sexo biológico (como decía Virginia Woolf, un buen escritor tiene que saber crear personajes creíbles tanto femeninos cuanto masculinos).

2) Porque una afirmación misándrica no tiene por qué ser propia de una mujer (existen hombres que creen que los hombres son todos unos cabrones, y mujeres que creen en la genética maldad de las mujeres).

 3) Porque no se puede juzgar una frase de un autor/a sin ninguna explicación o contexto, porque podríamos perfectamente ser nosotros los que se equivocan en interpretarlas.

4) Porque en el debate sobre la escritura femenina, apoyo al pensamiento de Rosa Montero en "La loca de la casa", donde afirma su convicción de que no exista una escritura femenina porque la escritura es femenina según rasgos estereotipados que varían de cultura en cultura, de período en período y por otros factores que nada tienen que ver con el sexo biológico.
Una cosa que, en cambio, llama mucho la atención es su poca explicitación del campo sexual. En el fragmento citado antes nunca aparece la palabra "sexo", a pesar de que sea tan importante, ya que toda la temática de la violencia está estrictamente relacionada con el sexo (como acto sexual y como sexo biológico). Se puede ver como un tentativo de aplicar en contenido de una obra a su estructura lingüística: como Oscar Wilde, que buscaba la perfección empleando solamente palabras que evocaran imágenes bellas y que al mismo tiempo sonasen bien en el texto, así Rosa Beltrán hace explícita la temática sexual pese a esconderla detrás de un verbo y un pronombre tan ambiguos como "hacerlo".


Quizá lo único que se puede afirmar con cierta seguridad sobre la influencia de su sexo en su escritura es relativa a la temática a la que decide enfrentarse. Es siempre difícil saber exactamente lo que otra persona está sintiendo, porque la empatía, por mucho que la RAE la defina como la "capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos", no es eso. La empatía se puede sentir cuando nosotros mismos hemos pasado por una situación igual o muy parecida a la del otro. De lo contrario, podemos sólo imaginar lo que el otro está pasando y experimentamos un sentimiento concorde.

El hecho de ser mujer ayuda este tipo de empatía porque las mujeres, por mucho que difieran las culturas, todas en la vida sufrimos algún tipo de violencia: física, psicológica o social (ésta última más que todas). No sabemos si Rosa Beltrán haya sufrido algo muy grave como los dos primeros tipos de violencia (o situaciones de secuestro familiar); sin embargo, es evidente que (en general) una mujer comparta sentimientos más afines a los de las demás.


Creo que está claro que, con esto, no queremos decir que un hombre no podría escribir sobre la violencia que sufren las mujeres, pero quizá lo haría con una mirada diferente: por ejemplo, viéndolo como un problema social o cultural más que como una tragedia personal.